Estoy convencido, que nuestro México actual está enfrentando una de las mayores crisis de los últimos cuarenta y siete años de credibilidad, confianza y certidumbre en la relación jurídico-social entre Gobernante y sus Gobernados. Es común escuchar en las calles, en eventos sociales, en los medios de comunicación tradicionales y por supuesto en las redes sociales, una desconfianza generalizada en las acciones emprendidas por el Gobierno, sin importar si se trata de autoridades municipales, estatales o federales. Existe un fractura en la confianza que el gobernado debería de tener en la guía y toma de decisiones de sus gobernantes[1], lo que nos lleva como ciudadanos a desconfiar casi en modo automático en las promesas o inclusive en las acciones emprendidas por el gobierno y sus instituciones; sin que muchos de nosotros les otorguemos beneficio de la duda o la presunción de que están actuando de buena fe.

El mundo de lo fiscal no escapa a este escenario general de crisis de confianza y credibilidad, por el contrario, vimos con suspicacia la celebración del “acuerdo de certidumbre tributaria” que vino aparejado con la reforma fiscal para el 2014, y en donde el gobierno federal se comprometió a no realizar modificaciones a las leyes en materia fiscal hasta el año de 2018, sin embargo en el paquete económico para 2016 recientemente presentado por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público a la cámara de diputados, advertimos como ese compromiso de certidumbre tributario, se rompe al pretenderse que se realicen modificaciones (si bien no abundantes, si importantes) a las leyes fiscales más trascendentales. Escenario que nuevamente nos lleva como contribuyentes a no confiar en la institución rectora en materia fiscal, por más que entendamos que el escenario recaudatorio lo amerita ante la descomunal caída de los precios internacionales del petróleo.

El problema se agrava cuando la desconfianza e incredulidad no viene de parte del ciudadano hacia sus gobernantes (que podríamos afirmar es un vieja tradición mexicana), sino en forma inversa, cuando es la Autoridad quien no cree y desconfía abiertamente en los ciudadanos, obligándolo a que demuestre en todo momento que se condujo con verdad.

¿Podemos imaginarnos un sistema jurídico-administrativo sustentado sobre la base de que el particular es culpable hasta que éste demuestre lo contario? o bien ¿Resulta razonable que cualquier autoridad administrativa ejerza sus facultades de imperio bajo la premisa de que el gobernado actúa siempre de mala fe?; indudablemente que NO, ambos escenarios son contrarios a los principios generales de derecho de presunción de inocencia, y de buena fe, que recoge nuestro derecho positivo.

Sin embargo en el ámbito fiscal, hemos venido advirtiendo a partir del año 2014 un cambio en la política de fiscalización por parte del Servicio de Administración Tributaria, en la que la premisa ya no es el ejercer las facultades de comprobación con la intención de averiguar y comprobar mediante bases ciertas o con el apoyo de un presunción legal el que el contribuyente en su caso cumplió o no debidamente con sus obligaciones fiscales, haciendo para ello un análisis técnico-legal de la causación tributaria o de la interpretación estricta, sistémica o extensiva que a cada figura jurídica se le pueda dar. No, la estrategia que se aplica hoy en día se aparta por completo de la técnica fiscal, ni siquiera se pone a discusión la interpretación diversa de la norma o el momento de su causación, es más, no requiere que el funcionario en turno sea perito en impuestos.

Este nuevo modelo de fiscalización se sustenta en tres ejes centrales: a) La reversión de la carga de la prueba en contra del contribuyente, b) La libre tasación de la prueba por parte de la autoridad y c) La determinación por cuenta propia de la simulación de actos y declaratoria de su inexistencia.

Mediante la combinación de estos tres ejes, la autoridad ha configurado la forma más sencilla y cómoda de fiscalizar, pues lejos de tener que respaldar sus resoluciones con exhaustiva fundamentación, motivación y pruebas de cada de los actos observados a cada contribuyente; basta ahora exigirle a éste que compruebe de manera plena y documental que sus actos se materializaron, so pena de considerarlos como simulados y en consecuencia declarar su inexistencia para efectos fiscales.

Bajo cualquier escenario, siempre le será más conveniente a la autoridad hacendaria, trasladarle la carga probatoria al contribuyente de la simulación de sus actos, a tener que demostrar con elementos propios, ciertos y comprobables que los registros contables y toda la documentación comprobatoria en que el particular los soportan, amparan actos o actividades simuladas. Pues ello implicaría que la autoridad deba de acreditar que en la realización de dichos actos registrados existió una confabulación bilateral que implicó la aceptación de cuando menos dos personas para fingir o aparentar la creación o transferencia de obligaciones o derechos, mismas que después fueron registrados en la contabilidad de la contribuyente revisada como ciertas, esto con la única intención de obtener un beneficio indebido, recíproco y en perjuicio del erario federal.

Ante semejante labor comprobatoria, el resulta más conveniente a la autoridad inventarse una fórmula para trasladarle dicha necesidad probatoria al particular y de esta manera, en lugar de desplegar las facultades de investigación y comprobación que fueren necesarias, prefiere que sea el contribuyente el obligado a demostrar un hecho negativo como lo es el que sus registros contables no amparan operaciones simuladas, lo que le permitirá literalmente sentarse a esperar los muchos o pocos documentos que le pueda aportar el particular, para que desde la misma silla y con la más amplia libertad haga plácidamente y a su conveniencia, el análisis de todas y cada una de las pruebas ofrecidas, descalificando aquellas que a su consideración no demuestran la materialidad o veracidad del registro contable; para luego decretar que ante la falta de prueba suficiente de materialidad, lo procedente es declarar la simulación de los actos registrados y decretar su inexistencia para efectos exclusivamente fiscales.

Pero cabe preguntarnos: ¿Bajo qué argumento la autoridad fiscal le revierte la carga probatoria al contribuyente, para después valorar sus pruebas, desestimarlas y declarar la simulación de sus operaciones y su posterior inexistencia?, primero que nada quiero advertir al lector, que no me refiero a la reversión de la carga probatoria surgida de la existencia de una presunción legal como lo pueden ser las dispuestas por los artículos 69-B del Código Fiscal de la Federación y 177 párrafo décimo noveno de la Ley del Impuesto Sobre la Renta vigentes. No me refiero a la simple y llana exigencia de comprobación de que los actos u operaciones registradas por los contribuyentes deben de ser sobre actos reales.

 

Eh notado que en muchos de los créditos fiscales que la autoridad ha emitido recientemente bajo el argumento de que se trata de operaciones simuladas, existe un patrón de fundamentación y motivación con el que justifica la reversión de la carga probatoria y su posterior declaración de inexistencia de operaciones, siendo este el siguiente:

Como puede advertirse, el argumento para sostener que el particular se encuentra obligado a demostrar la existencia de las operaciones que tiene registrada en su contabilidad, descansa en lo establecido por la fracción I del artículo 28 del Código Fiscal de la Federación y robustecida por el numeral 83, fracción XVIII del propio código, dispositivos legales que la autoridad afirma le exigen al particular integrar a su contabilidad la documentación que comprobé de manera plena e indubitable la existencia y materialidad de las operaciones registradas; ahora bien, en el caso de que efectivamente se cuente con dicha documentación, la autoridad alega que tiene a su vez, la potestad de valorar esas probanzas con las más amplias libertad, otorgándoles el valor que estime pertinente a cada una de ellas y desestimando aquellos documentos que no tengan a su consideración un valor probatorio pleno, situación que sin duda puede llevar a la exigencia de la prueba de lo imposible o prueba diabólica.

Finalmente, al desestimar las pruebas que el contribuyente tenga como soporte de sus registros contables, pero que a juicio de la autoridad no demuestren la existencia de las operaciones, la fiscalizadora procede ahora a determinar con base en el Código Civil Federal, que se trata de operaciones simuladas, ello por el simple hecho de que si el particular no logró aportar las pruebas necesarias para demostrar plenamente que dicha operación se materializó, eso significa que la operación no existente, luego entonces, si no existe la autoridad considera que descubrió y comprobó que la dicha operación es simulada y por tanto puede declararla como inexistente exclusivamente para efectos fiscales.

Bajo esta argumentación, realmente la autoridad hacendaria no está comprobando que las operaciones registradas por un contribuyente fueron simuladas, lo que en realidad hace, es presumir dicha simulación sin que exista fundamento legal alguno para ello.

Si por un instante aceptáramos como cierta la postura de la autoridad, ello significaría que las presunciones legales establecidas en los mencionados artículos 69-B del Código Fiscal de la Federación y 177 párrafo décimo noveno de la Ley del Impuesto Sobre la Renta vigentes, no tendrían razón legal de existir, pues la autoridad hacendaria lejos de tener que averiguar y comprobar la existencia de los hechos base que exigen esos dispositivos legales, preferiría en todos los casos demandar del particular que sea éste el obligado a comprobar que sus operaciones no son simuladas, bajo el argumento de que éste se encuentra obligado a tener engranada a su contabilidad la documentación que demuestre plenamente la materialización de sus operaciones. Lo cierto es que si existen disposiciones legales que habiliten la presunción de simulación de actos, es porque el obligado a averiguar, comprobar y demostrar la existencia de los actos simulados es y debe de ser la autoridad hacendaria y no el particular, pues en todo caso lo que debe del presumirse siempre es la buena fe del contribuyente.

La comprobación de la materialización de las operaciones registradas en contabilidad no puede ser exigida al contribuyente, pues atentos a los principios de PRESUNCIÓN DE INOCENCIA APLICABLE EN MATERIA FISCAL y de BUENA FE DEL CONTRIBUYENTE, estos se presumen siempre a favor del particular.

El principio de inocencia o presunción de inocencia de origen penal establece como regla general la inocencia de la persona, estableciendo que solamente a través de un proceso o juicio en el que se demuestre la culpabilidad de la persona, podrá el Estado aplicarle una pena o sanción. Este principio también es aplicable a cualquier procedimiento administrativo del cual derive un menoscabo o afectación a la esfera jurídica del gobernado, debido a su naturaleza gravosa, ello por la calidad de inocente de la persona que debe reconocérsele en todo procedimiento de cuyo resultado pudiera surgir una pena o sanción cuya consecuencia procesal, entre otras, es desplazar la carga de la prueba a la autoridad, en atención al derecho al debido proceso.

Es así que de conformidad a lo anterior, podemos afirmar que en la materia fiscal también debe de aplicarse el principio de presunción de inocencia, lo que significa que tanto la Ley como la propia autoridad fiscal, NO deben de considerar a los contribuyentes como evasores fiscales, de forma a priori a su labor fiscalizadora. La Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ya definió que la presunción de inocencia es un derecho que puede calificarse de "poliédrico”, siendo una de esas vertientes la que se manifiesta como "regla probatoria", en la medida en que este derecho establece las características que deben reunir los medios de prueba, indicando quién es el sujeto que debe aportarlos para poder considerar que existe prueba de cargo válida, y destruir así, el estatus de inocente que tiene todo sujeto sometido a un procedimiento instaurado por el Estado.

En este sentido, la principal vertiente del derecho a la presunción de inocencia es su significado como regla probatoria del proceso. La presunción de inocencia, en este sentido, puede considerarse como una regla directamente referida al juicio de hecho de la sentencia penal o resolución administrativa, con incidencia en el ámbito probatorio, conforme a la cual la prueba completa de la culpabilidad del imputado debe ser suministrada por la acusación, imponiéndose la absolución del inculpado si la culpabilidad no queda suficientemente demostrada.

Asentado lo anterior, tenemos que el derecho a la presunción de inocencia sólo puede ser desvirtuado cuando se acredita la culpabilidad, lo cual constituye una actividad probatoria propia de la autoridad, para poder condenar o imputarle una obligación sancionatoria a una persona.

Por su parte la buena fe, se define como la creencia de una persona de que actúa conforme a derecho; constituye también un principio general del derecho, consistente en un imperativo de conducta honesta, diligente, correcta, que exige a las personas de derecho una lealtad y honestidad que excluya toda intención maliciosa. Es base inspiradora del sistema legal y, por tanto, posee un alcance absoluto e irradia su influencia en todas las esferas, en todas las situaciones y en todas las relaciones jurídicas.

En este orden de ideas, si la buena fe presume que las actuaciones de un particular se hicieron ajustadas a derecho, ello significa que será a cargo de quien estime lo contrario, el demostrar la existencia de la mala fe en la conducta del particular. Y es precisamente ahí en donde el principio general de derecho la buena fe, viene a ser una vertiente de la presunción de inocencia.

En estricto sensu, La buena fe, no requiere consagración normativa, pero se hace aquí explícita su presunción respecto de los particulares en razón de la situación de inferioridad en que ellos se encuentran frente a las autoridades públicas y como mandato para éstas en el sentido de mirar al administrado primeramente como el destinatario de una actividad de servicio. Es así que el artículo 21 de la Ley Federal de los Derechos del Contribuyente establece que en todo caso, la actuación de los contribuyentes se presume realizada de buena fe.

Ley Federal de los Derechos del Contribuyente

Artículo 21.- En todo caso la actuación de los contribuyentes se presume realizada de buena fe, correspondiendo a la autoridad fiscal acreditar que concurren las circunstancias agravantes

En base a lo anterior, tenemos que el principio de buena fe tiene una relevancia mayúscula en el tema de la determinación de la obligación tributaria que lleva a cabo a la autoridad, ya que obliga a ésta a desvirtuar la mencionada presunción de buena fe, que tiene a su favor el contribuyente al momento de realizar la autodeterminación de sus contribuciones y soportarlas en la documentación comprobatoria que estime necesarias.

A pesar de ser un supuesto necesario del buen desenvolvimiento de las relaciones de los particulares con las autoridades la nueva política de fiscalización empleada por la autoridad hacendaria considerar de facto que las operaciones del contribuyente revisado  en turno son inexistentes, afirmando ello sin mayor prueba que la simple reversión de la carga probatoria, situación que deja ver que la supuesta “confianza” que bajo el principio de buena fe debería de tener la autoridad respecto del particular, ha sido sustituida por la sospecha general de inexistencia o simulación de sus operaciones. Tal reticencia a creer en el proceder honesto y legal del contribuyente hace nugatorio el ejercicio de los derechos de éste frente al poder de imperio de la autoridad, haciendo ineficaz el funcionamiento del Estado mismo.


[1] file:///Users/MAMS/Downloads/20140211_NA_CONFIANZA%20EN%20INSTITUCIONES.pdf, El Rankin Calificación en instituciones para 2014 emitida por Consulta Mitosfky, muestra que las cinco instituciones que menor confianza generan entre la población son la policía (5.8); senadores (5.7); sindicatos (5.6); diputados (5.4) y partidos políticos (5.1)., mientras que la presidencia de la República se ubica en un nivel de aceptación del (6.3), encuestas realizadas hasta febrero de 2014, cuando aún no se evadía de la prisión Joaquín Guzmán Loera, alias el Chapo Guzmán.

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